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RAMBLEANDO

José Ademan Rodríguez

En Barcelona, en las Ramblas, un lugar único y típico, donde mejor se expresa el festival cotidiano, es sin calendario imágen del exceso y el defecto de la vida regalada. Ahí se monta un auténtico carnaval, sin necesidad de harina, ni narizotas, ni colorete, ni falsos chaplines. Pero según qué caso, no por pura diversión, sino para poder comer. En ese paseo se anda con los pasos desandados, como surgiendo de las catacumbas hacia las candilejas. Son superhombres de la subsistencia, como el rapsoda de cinco duros por sesión. Pintores que crean paisajes y figuras con tiza en el suelo, amenazados por el cielo gris envidioso de colores, que al desplomarse en chubasco los reduce a baldosas.

Ahí deambulan...
los que presumen de la ativez de ser un desprecio,
los abandeados del "qué me importa",
los que un día patearon los ideales,
los que creen en el ideario del alucinógeno,
los irracionales de ración salteada,
gordos de ilusión que se morfan todos los amagues de la vida y pasaron de largo...
Y los apátridas sin rumbo de nieve adivinada que entonaron el himno de la derrota.

Por allá van Tarzanes de taco alto, el Marmota y la Gacela de yeso y carmín; y son cómplices el Nocturno de Chopin y el Sur de Troilo. Cupido, cansado y viejete, colgó las flechas gastadas de plástico de "todo a cien" (porque hace rato se le acabaron las del amor) y trabaja en la sucia vereda de un pub ofreciendo tarjetas de bajo precio. En un rincón, pudoroso, un marqués de Sade se azota con la cadena del inodoro, mientras le regala el látigo al Zorro, luego de pegarle a San Francisco de Asís. Altanero va un príncipe de cartón ante la mirada confusa de un mendigo de verdad, y un trilero con magia engañosa entre los dedos distingue de reojo a su próxima víctima. Más allá está Elvis Presley crucificado con monedas, que a sus pies resucitan un menú. Y pasa ingrávido Gardel con tranco lerdo, suspendido en globos de colores, dejándose aconsejar por el Capitán Timo. Los excéntricos Elvis y Gardeles, reafirmando lo perpetuo entre lo perecedero de cliks ftográficos e intentando lo imposible del Más Allá, fracasaron en su intento de ser oficinistas y se plegaron a ese paseo en forma de enorme serpiente de cabeza curiosa y cola de nostálgia. Tanto uno como el otro entran al proscenio desde las bambalinas de algún quiosco, o aprovechando el barullo de una sinfónica de hojalata y tapas de olla, o el tumulto del mercado de la Boquería...Esculturas vivientes que al son de un monedazo cobran animación para morir en tres segundos. Iniciando el carnaval ramblero, está el verdadero mirador del paseo: el bar Zurich, esquina con calle Pelai. En ese pequeño rincón geográfico puede caber de golpe la totalidad. Toda una juvenilia extranjera se concentra allí, con chicuelas que encienden un Malboro poniendo cara de sensual felicidad, como les enseñaron en los anuncios, y no porque estén satisfechas. Seguro que el progreso se llevará este bar, como a todas las cosas bonitas, como a la mayoría de los bares y cafés de antes, en los que la línea de gestación de reflexiones está marcada por el café, el cigarrilo y el periódico; y pondrán en su lugar establecimientos para aplacar sólo la necesidad de comer y beber, donde jamás se podrá dirigir una palabra amiga o un gesto tierno. Esa esquina equivaldría en Buenos Aires a Corrientes y Esmeralda; son espacios babélicos que ponen el sello de gran urbe a las ciudades.

Por suerte, aún quedan los jubilados que van contentos a matar el tiempo, sin saber que es este último el que lo liquida todo; en informal debate delante de la boca del metro, discuten temas remanidos con la fluidez del tribuno al que nunca le publicaron una carta en el correo de lectores, o del futbolero que jamás digirió la derrota del club de sus amores pero sin embargo sigue siendo fiel sin cambiar de divisa partidaria.

Al final de las Ramblas, quizás un argentino se morfe un churrasco como si se comiera su país en el viejo fondín del paraguayo. Una sueca cabecita loca con sabor a arenque y tatuaje se pira por un tango. Algún polizonte porteño enamorará a una niña que pinta en los mosaicos de las Ramblas, que en una de esas es la Yoli D'Alessandro, que volvió otra vez de Buenos Aires en su crónico peregrinaje de vivir...Colón recoge sus mensajes para proyectarlos con su brazo extendido al otro lado del Atlántico, y con su dedo fundamental (de hurgar el regocijo de Isabel) pareciera marcar el camino de regreso a los inmigrantes; él se olvidó de precisarles que la colonización no era al revés, que el oro y la plata no estaban de este lado del Atlántico. ¿Cómo explicarles a los magrebíes, que se jugaron la vida en las pateras? ¿Y a los argentinos, que son pícaros y cruzaron el Charco haciendo autostop? ¿Quién mejor que Colón (a quien no pidieron papeles), viejo conocedor de mares, soledades y hambrunas, para asumir la responsabilidad de los parias indocumentados ante la falta de claridad de las leyes de exranjería?. Sería al único que le darían pelota, porque los indios lo descubrieron a él. Un aire gélido que viene del Empordá empuja a los emigrantes hacia el Sur junto a trozos de contratos temporales y panfletos antirracistas. En tanto, sigue inmutable Cristóforo y nos avisa que la fiesta ha terminado tanto para cristianos como paganos, protestantes y protestones, donde uno se siente un poco el otro, donde el yo se asimila al tú. Es una relación de vecindad efímera, como si se apretujaran por venir de muy lejos, como extramurados del mapamundi. Alguien, de repente, le tira un monedazo; como ocurre con las estatuas de las Ramblas, Colón cambió de posición sin que nadie lo viera: recogió el brazo entumecido por cientos de años y se durmió de un tirón dentro de una golondrina.

A la derecha del monumento, el puerto, mastodontes con pañuelos y bramidos, y grúas apocalípticas ponen en clima a los estibadores de adioses...A la izquierda, la Barceloneta sigue tostando sus arrugas al sol allí por donde Can Costa sentaba sus reales de gamba y centollo;ahora está un poco más coqueta con su cristalería de Maremagnum.¡Ay qué ganas de romper todos sus espejos para poder mirarnos a nosotros mismos!Desde ese vértice del loco genovés, pongo los labios en la palma de la mano y te soplo un beso hacia la otra orilla.

Un ente clinudo y ciclotímico te mira pasar como si el mundo estuviera en otro barrio, con cara de póquer acentuada por saudales...Son de la gente que se va con la música y la cama a otra parte. Cerquita nomás, hay otros que se apoyan en alguna campanada del Gòtic, donde el sol, a hurtadillas, les da su luz sesgada para que no se pierda el hechizo de las sinfonías de silencio impregnadas en ecos de sardanas...Alguna tenora le pondrá alas a las espardenyes con sueños de bolets. Relumbra algún sombrero invertido a las plantas de un artista que toca la flauta, como la que hacía languidecer mi amiga Andrea Giráldez, de carita hermosa y dulce, tan dulce como el sonido de su flauta dulce...Un violoncelo que parece cargado de la fatiga del mundo se queja de la estridencia de un acordeón, y vuelve a potenciarse con los ritmos de la Rambla de los Pájaros, que hacen escala en la fuente de Canaletes: así vuelven y nunca morirán.

Artistas de la calle...No sabemos de dónde vienen, no importa sus nombres. Me regalan su son, color y libertad, me enseñan que el aire es de todos. Tal vez sueñen con el Palau de la Música o el Museu Picasso, mientras apuran un bocata, que el hambre es anterior al arte. De ahí quizá saldrá el bardo que salvará a la humanidad de tanta mierda y pólvora.