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EL CRIMEN PERFECTO
José Ademan Rodríguez
No, el odio de ella era de toda la vida, de todos los días, sordo, solapado, como un rencor irreductible. Puede estar latente por años, como la osteoporosis, que se manifiesta cuando ocurre la fractura, o el colesterol, que sólo se advierte con un infarto, o la hipertensión, la asesina sileciosa, con su cómplice menos discreta, la sal.
Todo sería asintomático. Cada factor pondría en los jugos gástricos un responso de danzas macabras, contrapuntos de almíbar denso y grasa.
De los que mueren por un ataque súbito de presión arterial suele decir la gente ignorante: - "¡Parece mentíra, si estaba tan sano! Estaba gordito, colorado, rebosante de salud" -. Y resulta que el finado no era tan sano: se pasaba el día comiendo embutidos y grasa animal, bebiendo como un cosaco, y fumando como hacienda se fuma los magros presupuesos de la clase media...
Y la insatisfacción constante, que a la hora del reposo junto al marido le hace dar vueltas y vueltas hasta arrugar el camisón. Y si él lo pide, quitárselo, para acoplarse con "dolor de estómago" por carencia de líbido. Y ella hace un "inventario" entre lo que recibió en el altar y lo que quedó de él con los años: halitosis alcohólica, caída de cabello, fuelles en el cogote, con la papada igual que los pavos, y esa costumbre última de poner los dedos por entre los de los pies y, sin disimulo, disfrutar el olor a queso. "¡Con lo poco que cuesta pasar bien la toalla de atrás para adelante, frotándola en el pliegue intermedio!", piensa ella al borde del asco.
Y así, día tras día, la cama se va transformando en el patíbulo del ansia amatoria. Y el último apaga la televisión.
De la insatisfacción al asco, se hartan de cumplir aniversarios de casadas, como debe estar harto Dios de cumplir calendarios. Pasan veinte años peleándose por las mismas cosas, que son siempre dos o tres tonterías, en vez de haberlas arreglado hace mucho tiempo. Y eso que uno se casa y mal que mal intuye los puntos débiles o el talón de Aquiles del cónyugue, sus rebeldías y pecados; se sabe más o menos la calidad de la mercancía que se ha elegido. ¡Y cuántas trasnoches! De tantos años que podrían ser felices o tranquilos le dan vueltas a la misma discusión, iniciada casi desde que se conocieron. Esas dos o tres tonterías son las que les amargan la existencia, agravada por los años, o problemas económicos, o celos; o el alcohol, que abona el terreno a la irritabilidad o a la agresión verbal y física. Así como en la calle hablan permanentemente, en su casa estiman que no es necesario hablar si no es para afirmar algo rotundo, definitivo, inapelable. Por ejemplo: -"¡Ya estoy podrido! ¡No trabajo más, carajo!"- o "¡No hay más cubitos! ¡Te dije que no me gusta el vermut sin cubitos! ¡Y alcánzame la sal!" -. Ellas piensan: "¡Ay el día en que los chicos sean grandes!". Y no saben que cuando llegue ese día todo seguirá igual...Y cuando la tensión a punto de estallar decrece o se apacigua, el mal es menor: él agarrará un cuchillo y no la matará, sólo le propinará un par de planazos en las costillas; ella desistirá de arrojarle una botella, que ante todo no hay que perder el control, porque en esos casos fatalmente se llega al asesinato, pero terminará en lo más práctico, tirarle un plato a la cabeza sin cuidarse mucho de los hijos, pues ese es el instante propicio para ellos, al recordar lo mucho que se divertían mirando los platos cargados con tartas de crema que se tiraban en Crónicas marcianas...¡Y todo pasaría como una broma! Aquellos insultos y agresiones estaban a escasos dos años del borde de la tarta de novios, cuando él sujetaba y guiaba la mano de ella con otro cuchillo más pequeño para partirla en trozos...y sigue elucubrando la dona -"¿Te crees muy gallito, eh?¡Anda y protéstale a tu madre!" -. Cogería una pata de gallina que estaba troceando, de uñas como garfios, y se la pasaría por la frente. Sin soltarla, la bajaría, enganchándosela en un ojo. Arrastrándole la carne de la mejilla, le partiría en dos el ala de la nariz. Total ¿para que te vas a preocupar?...Hay que ser más inteligente: nadie sacó licencia de armas para usar un cuchillo de cocina.
Hay otras maneras...
Un día, a través de la medianera de su casa que daba al baldío de las vías del tren de la estación Sant Andreu, una de las tantas maltratadas escuchó a su marido, mientras jugaba a la petanca, ufanándose entre sus amigos diciéndoles con sorna -La mujer debe ganar espacio en la sociedad. Por eso, a la mía, le agrandé la cocina!!-. Ella pensó: "¡La comida! ¡La comida! ¡Eso! ¡La comida...! ¡Sigue siendo la reina para manejar al hombre! ¡Envenenarlo! Con setas...¡O si pudiera darle pollo belga, o vaca loca...!
"Hasta que la muerte nos separe...". Darle mucha grasa animal, embutidos, fabada, empanada gallega, mucha grasa, que ya se viene el frío y con falta de calorías se bajan las defensas. También el toque diferencial con alguna especialidad alemana. ¿Que eligió? Cosas super ligeras: brastwurt, frankfurt...¡Ah! Y caracoles, para que muera con los cuernos puestos y se crea el dueño de la casa. Su sentimiento de esposa buena parecería exaltarse a la hora de poner la mesa; todo en su lugar, el foie-gras para untar el pan con mantequilla, bien amarilla, de esas de campo. "¿Como se mata a los gansos?: Comiendo", recordaría ella...Ya estaba claro: la mesa sería el escenario del crimen. En la vida, hay mesas de recuento de votos, de juego clandestino, de mafiosos donde se comen tallarines con voz de Caruso y fondo de metralletas...Pero nunca nadie habló de un "crimen de peso" de la propia víctima...¡Si hubiese sido novelista de intrigas hubiese inspirado los filmes La bola mortis o La gula y la bestia.
Era un primor verle poner los postres: crema catalana y flanes de cuarenta huevos desbordados de nata, pues ella siempre le puntualizaría, previsora, "Que la sensación de hambre es por falta de glucosa. "
Además, como decía Aristóteles, "el hombre es lo que come".
No escatimaba lo más mínimo, con tal de darle de comer. Más que la estrechez económica, le interesaba el estrechamiento vascular de las coronarias del marido. La muerte, "que nunca los iba a separar", se sentaba a la mesa todos los días con su eterna paciencia de vieja entendedora de las flaquezas del gordo, recortando noches y días, rodaja a rodaja su vida. Y si faltaba la trama, justo en el desenlace, que puede ser, ya que su bisabuelo vivió los 105 años, era obeso también. y si se cumple lo del código genético..."¡Si no se muere...agarro una pata de jamón (como en la película Jamón, jamón) y le rompo la crisma!:
El rencor subía hacia su garganta, como los espumarajos del cocido que preparaba. La piel de las patatas se acumulaba en estratos, igual que las incertidumbres y broncas del desamor, que también se vierten en la olla.
"Lo que engorda mata", solía decirse ella con displicencia estudiada, en tanto entre plato y plato espiaba la muerte masticada lentamente..."El culpable no es el asesino, sino la victima", se justificaba ella. Y no le mataría; sólo le separaría el cuerpo del alma, como buena cristiana. -¿Crimen? Un crímen sería acabar la Sagrada Familia de Gaudí. Después de todo, va a morir de un ataque de placer, expirará en puro goce (la muerte que todos desearíamos). No será un asesinato, sino un canto de esperanza a la libertad, a mi libertad- se decía, no a través de la espesura del bosque como cuando novios, sino a través de la espesura de sus arterias, no vertídas fuera de su lecho natural, para no convertirse en un "hecho de sangre", como las morcillas. -¡Buajjjj! ¡Porcinógrafo asqueroso! ¡Un cerdo comiendo como un puerco!-.
Ni Sherlock ni Colombo podrían haber descubierto la genial y surrealista trama lipoproteica...pues ¡a qué sabe el colesterol?.
El móvil, todo asesinato lo tiene, así hay un móvil racista, el móvil del dinero, el móvil pasional y el teléfono móvil que con eso suelen matar las mafias y los terroristas.
Sobre la mesa pondría cotidianamente los factores predisponentes a la muerte súbita. Hasta le dejaría roncar, tras haber escuchado en la radio que eso podía provocar una parada cardiorespiratoria. La noche elegída para el desencadenamiento de la muerte, le daría mucho erotismo, lo pondría a cien, "para que le dé un infarto..."
Fundamental bloquear salidas: provocar estreñimiento con mucho queso parmesano. La grasa obraría como arena movediza, o un tejido deslizante que le engulliría su propia vida, más la ayuda inevitable de la asesina silenciosa, la hipertensión. Todo calculado...Ningún fallo hasta que falle el corazón.
En fin, el crimen perfecto. ¡Cuánto se reirá al oír decir que no existe "el crimen perfecto! ¿Qué pariente o vecino iba a dudar de que no le hacía bien de comer al difunto? "¡Oh! ¡Qué pareja!" le diría cualquier vecina a la policia. "A él se le veia gordito, cada vez más expansivo...No sé. ¡una bomba de felicidad!. Aunque alguna, en melosa y aniñada murmuración, pensaría:"Ya lo decía yo, como no pare este gordo, un día se morirá comiendo". Tal vez un día otra quizás le preguntaría: "¿Como está su esposo?; -"Haciendo la anti-dieta"-, respondería la esposa, escondiendo su plan con ironía.
No habría veneno detectable, ni cianuro en los huevos (en los de él, claro), ni arma homicida, pues, que se sepa, el colesterol y los triglicéridos nunca fueron sospechosos ante la justicia.
Si existió siempre el suicidio a través de la gula, pero aquí se trataba de un asesinato, como expresión culinaria preterintencional. Se requería mucho aplomo, pues a muchos homicidas los delató el miedo a que pudieran despertar sospechas.
El certificado del forense sería escueto: "muerto por infarto masivo de miocardio". De hecho, estaría descartada la embolia cefálica porque era por todos conocido que el occiso tenía menguadas sus facultades mentales. Hasta sería viable la coartada de que comía por angustia oral en caso de descubrir que él no era feliz.
Cierta noche, el homo grossus la soñó sentada sobre un enorme podio, tan enorme como podría ser un hemisferio de la Tierra, hirusta, sargentona, malévola, con una chispa siniestra en los ojos, mirándole amenazadoramente y blandiendo una gigantesca pata de jamón serrano. Tampoco un presentimiento es prueba pericial...
-¡Está exquisito, cariño!, -era común escucharle complacido.
-Sabía que te gustaría. No creo que vayas a probar en mucho tiempo algo así.
Cómete otro choricito, gordi, que siempre los tengo que tirar. Los chicos no los comen, y menos recalentados.
-No mi amor, ¡Estoy que reviento!.
-Ojalá, -pensó ella.
Se comentó que un día el marido concurrió al gastroenterólogo. -"Doctor, tengo molestias"- reclamó. -"¿Que clase de molestias?"- preguntó aquel.-"¡Y, si no lo sabe usted, para eso es elmédico!, ¿no?"-. No volvió nunca más...Como mucha gente, le tenía aversión a los clínicos, que sólo saben prohibir cosas, sobre todo comida.
-Me han comentado bien mío que la acupuntura va fenómeno para todo.
-Pero a vos te la tendrían que hacer con agujas de tejer - pensaba ella.
Se conformó el gordo pensando lo que le dijo una vez su abuelita: "Todos ya tenemos el destino marcado"...¡Y bien marcado se lo tenía su mujer!
La futurible víctima pronto empezó a pactar con las dificultades. Era todo un desafío atarse el cordón de los zapatos. Tuvo que comprar un amplísimo sofá con un tabique en el medio para aposentar los glúteos y poder comer en el living delante del televisor. La boca le olía más que nunca a caries con carne podrida dentro; el cepillo le provocaba intensos dolores al restregarse contra la superficie erosionada de lo que quedaba de sus dientes. A medida que más se estreñía el gordo, se le iba escurriendo la vida en cada bocado. Su vientre crecía y crecía en proporción directa al odio gordísimo de ella. A parte de gordo, se había convertido en un grosero total.
Lo iba adobando la muerte...Su faz ya tenía la expresión adormilada de los parlamentarios al tratar los presupuestos de la vivienda. Lo suyo era una suerte de trance digestivo. La barriga le invadía el tórax, aunque estuviera repantigado. Plenitud tripera que hacía honor a aquello de "De tripas corazón".
¡Y llego la noche esperada! Al acariciar a su marido con los dedos en telaraña se acordaba de cuanto le gustaba eso a su nueva amante, que siempre le remarcaba: "Todos los hombres están de más". "La Pepita si está para comérsela, en acto de amor a pequeños mordiscos. Pero a éste, ¿cómo no se lo comieron cuando nació?" -pensó.
Cuando él se derramó encima de ella, también sintió que algo se había derramado en su interior. Quedó tieso y pálido, con un sudor frío bañándole todo el cuerpo.
Se llevó la mano al pecho hasta el límite del asma.
Un brillo triunfal cubrió los ojos de la homicida.
Todo había acabado. Se desplomó como un fardo.
La bestia gastropédica quedó inerte sobre la que había sellado su destino.
Pensó ella: "Ya está¿ Ahora si se acabó". Era una sensación de algo que se rompe y echa fuera, o un drenaje que la aligeraba.
Pasados unos días de la muerte del gordo, una vecina enferma del frente, de ojos saltones y puro pellejo preguntó a la reciente viuda:
-¿Ya no viene más la señora?
-¿Qué señora?
-Esa, la de negro que venía alrededor del mediodía, sin faltar nunca. Había algo extraño en ella. No tocaba el timbre. No recuerdo bien...Creo que entraba en un pestañeo. Mi perrita lloraba y se metía rápido a casa. Creo que me hacía gestos desde la puerta. Veo muy poco...Pero recuerdo que agitaba su mano como diciendo: "Te espero. Aguarda, que ya vendré a visitarte a ti también". Me echaba un vistazo que me parecía insistente...
-Habrá sido mi tía...
-No, a ella la conozco. Además no lleva pañuelo. Hasta me parecía tenerla detrás mío. Fijese usted que impresión fea. Menos mal que ya no la veo más.
Después de muerto, el gordo pesaba más que nunca...A la mujer hasta le faltaba atrevimiento para ir a la carnicería. El barrio era muy apartado. La calle de tierra terminaba en el paredón del ferrocarril. El otro extremo era campo abierto. Por ende, se tenía que atravesar la plaza de densa arborización, muy mal iluminada. La mujer sintió pasos sin precisar que la seguían, ruidos vagamente percibidos. En una esquina se balanceaba una bombilla avara de luz. ¡Sgggttt! ¡Sgggttt!, como si alguien sesgara el cerco de hierbas del sendero. No se atrevía a girarse. Veinte, treinta metros... ¡Sgggttt! ¡Sgggttt! El extraño ruido le seguía a una distancia de sobresalto que le helaba la sangre. Los pasos se acercaban cada vez más. Crujían insolentes los pedruscos. Sintió como si alguien le sujetara la manga de la blusa...El viento silbaba lastimero. "¡Huye!¡Huye! ¡Huuuuuuuuye!..." -Hay personas que pueden percibir colores y voces que otras no pueden experimentar- se decía ella. Para darse ánimos, pensó en lo ignorante que era la gente que se deja llevar por esas creen...No completó el pensamiento. Una silueta delicuescente surgió de las sombras. "¡Buenas noches, doña!". Le volvió el alma al cuerpo. Era la voz de don Anselmo, el quiosquero, que todas las noches cerraba su puesto en la plaza y apresuraba el paso porque se le iba el autobús que le llevaba a su casa.
Suspiró con un alivio muy hondo...desde aquella noche, llegó a la conclusión de que no hay crimen perfecto, pues siempre hay un juez impertérito sentado en algún estrado de nuestra conciencia.
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